P4. Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas I, limpiémonos II de toda contaminación de carne y de espíritu III- V, perfeccionando la santidad VI, VII en el temor de Dios VIII. (2. COR 7:1).
I. Las promesas de (2. Corintios 6:17, 18). Dios llega a ser nuestro Padre cuando aceptamos la gracias que nos ofrece, pero, no podremos disfrutar de esa relación en su plenitud al menos que le obedezcamos, nos apartemos del pecado y de la comunión con los inconversos para tener intimidad espiritual con Él. Mientras el pueblo de Israel se mantuvo intencionalmente separado de las naciones pecadoras de Canaán, Dios los bendijo, pero, cuando empezaron a mezclarse voluntariamente con los paganos, el Creador tuvo que aplicar disciplina. Tanto Esdras como Nehemías tuvieron que exhortar al pueblo para que entendieran nuevamente el significado y bendición de la separación, (Esdras 9:10; Nehemías 9:2; 10:28; 13:1-9).
II. LIMPIAR: Quitar la suciedad o inmundicia de alguien o de algo. Quitar lo que es superfluo o que estorba. Hacer que un lugar o colectividad queden libres de los elementos que se consideran sobrantes o perjudiciales (RAE). Quitar la suciedad de una cosa. Quitar de una cosa lo superfluo, lo que estorba, afea o daña (Oxford Languages).
III. CONTAMINACIÓN DE CARNE: Alcanza toda clase de impurezas o pecados físicos; como: adulterio, pornografía, masturbación, promiscuidad, incesto, homosexualismo masculino y femenino, bestialidad, pedofilia, prostitución, práctica contranatural, agresión física y/o cualquier escenario o circunstancia que provea para la carne (Romanos13:14). Es importante mencionar que no se puede disociar los pecados de la carne respecto del espíritu, ya que, para consumar un pecado físico, necesariamente debe necesariamente debe existir una motivación y voluntad espiritual libre del ejecutante.. (CB. W. MacDonald 2004), (CB. Craig S. Keener 2019), (BDE. Teológica 2019).
IV. CONTAMINACIÓN DE ESPÍRITU: Abarca la vida interior del individuo. Las intenciones, los procesos de pensamiento, los deseos, las actitudes, las conductas, la disposición, falsas doctrinas, lo que se habla, lo que se escucha, lo que se siente, en fin, todo lo que una persona permita, considere o realice en el ámbito personal y que afecte el espíritu. (CB. W. MacDonald 2004), (CB. Craig S. Keener 2019), (BDE. Teológica 2019).
V. El creyente debe limpiarse o deshacerse de todo lo que pueda contaminarlo. Esto es una tarea que involucra responsabilidad e intencionalidad. En otras palabras, el cristiano genuino limpiará su vida y desechará todo aquello que pueda conducirlo al pecado. Aunque, el apoyo entre hermanos respecto de esto es importante, cada creyente es responsable de este trabajo. Es común que muchos cristianos batallen continuamente con los síntomas del pecado, no obstante, esta estrategia es agotadora, frustrante y no es eficaz frente al problema, por eso, lo recomendable es ir directamente a la raíz del mismo. Tal vez alguna situación, relación o circunstancia que alimenta la carne no redimida, o quizá la “contaminación del espíritu”, es decir, alguna actitud, comportamiento o disposición pecaminosa interior. “Por tanto, si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno” (Mateo 5:29).
VI. SANTIDAD: Implica llevar la semejanza moral de Dios en una vida activa de oposición al pecado (CB. Simón J. Kistemaker, 2001). La santidad define la naturaleza y conducta nuevas del creyente engendrado y salvado por Dios (BDE. MacArthur, 2015). Adrede separación de toda impureza y corrupción, así como, una voluntaria renunciación a los pecados generados en los deseos de la carne y de la mente (Teología sistemática. L. Berkhof, 2005). La santidad no se refleja en especulaciones místicas, devociones entusiastas, fervores desbordados, abstinencias penitentes o lenguaje religioso sofocante, sino, en pensar como el Creador lo hace y querer lo que Él quiere. En ese sentido, la mente y la voluntad del Creador deberán saberse, comprenderse y practicarse en función a su palabra escrita (la biblia). Ahora bien, en la medida que entendamos y creamos Su palabra revelada, haremos Su mente nuestra mente y su voluntad la nuestra. (Teología sistemática, Jhon Macarthur – Richard Mayhue, 2018). La santidad cristiana no consiste en una conformidad laboriosa con los preceptos específicos de un código externo, sino que surge de la operación del Santo Espíritu, quien produce su fruto en el creyente genuino, dando a conocer las manifestaciones de la gracia que, se veían a toda perfección, en vida y ministerio de Cristo (CENT. Ernesto Trenchard, 2013). Entendida como apartarse deliberadamente del pecado o cualquier circunstancia que lo promueva, lo propicie o lo estimule. Acerca de la santidad, si bien hay esfuerzo invertido por parte del creyente para ser oportuno respecto de esta virtud, la misma se origina en el interior de la persona. Es decir, desde una mente renovada por la gracia de Dios (Efesios 2:10) que, vincula la recuperación moral práctica del ser humano para los propósitos del Creador. Es importante mencionar que la lectura y el estudio riguroso de las escrituras, así como la oración incesante y la obediencia viva, influirán definitivamente en la santidad. En tal sentido, el cristiano desplegará los esfuerzos pertinentes para el crecimiento continuo y manifiesto en la misma, ya que ahora, el Santo Espíritu de Dios habita en él. (CB. W. MacDonald, 2004).
♦ SANTIFICACIÓN PROGRESIVA O PERFECTIBLE: Un regenerado y justificado también es definitivamente santificado en virtud de la unión con Cristo. Sin embargo, la realidad de la vida diaria manifiesta la existencia innegable de pecado residual. Entonces, un redimido efectivamente es santo, pero, al mismo tiempo queriéndolo o no incurre en pecado. Aquí entra el concepto de santificación progresiva o perfectible. Esto es, el creyente es santificado en Jesucristo como base virtuosa de santificación, pero ahora, la santidad, que es el derivado natural del proceso de santificación, debe de continuo desarrollarse, consolidarse y manifestarse en la vida práctica cotidiana. Este transcurso espiritual involucra a Dios completamente, el cual, por medio del Espíritu Santo que mora en el creyente, habilita las herramientas, las capacidades y los mecanismos necesarios para un exitoso progreso de maduración en la santidad. Por parte del creyente, la idea funcional de la santificación progresiva es la voluntad ascendente de reflejar cada vez más a Jesucristo en su vida. Al mismo tiempo que se disocia intencionalmente del pecado y se esfuerza (en la energía inagotable de Dios) por librarse de su peso, presencia e influencia excedente. De la misma manera, la santificación procura el crecimiento en la gracia, los buenos frutos y la adultez en la fe para con nuestro salvador y Señor. “Hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:13). (CB. W. MacDonald, 2004).
VII. El limpiarse de toda contaminación debe ir de la mano con el perfeccionamiento de la santidad en el temor de Dios. Este es un proceso constante que está conectado al crecimiento en la gracia y el conocimiento del Creador (2. Pedro 3:18). El perfeccionamiento en la santidad no es una buena idea, un consejo o una opción, sino lo que Dios espera de todo creyente verdadero, madurar para ser más como Cristo.
VIII. TEMOR DE DIOS: Este temor imprime en el creyente la necesidad de buscar la seguridad en el Creador (Salmos 91: 4 – 6). Es decir, el cristiano entiende que alejado de Dios no hay nada que pueda hacer (Juan 15:5). Esto, en el claro y expreso conocimiento de su incapacidad total para vivir la vida que Dios quiere que viva. Por tanto, su dependencia y confianza absoluta en Él para un progreso continuo de santidad y obediencia plena a Su voluntad. Así también, el temor es la actitud de reverencia y devoción del converso hacia Dios. Comporta humildad y reconocimiento a Su autoridad absoluta y eterna, así como, un respeto profundo por Él. La escritura es unánime en afirmar que “el temor de Dios es el principio de la sabiduría” (Proverbios 1:7). (CB. W. Barclay, 2006).